“El pensador frio y metódico, el psicólogo observador ajeno a la pasión, el analista despiadado de los sentimientos humanos, iba rumbo al idiotismo del amor, y amaba y deseaba con la brutalidad de un cerdo…Ya no era el sabio, era el hombre”. Éste es un fragmento del libro “Ibis” de J.M. Vargas Vila que en mi opinión sintetiza lo que representa la fuerza del amor, un arrollador cúmulo de energía que es más mental de lo que creemos. Por ejemplo, fijémonos en la llamada teoría de la correspondencia, es decir, encontrar en el otro lo que creemos merecernos, y que es para muchos la base del enamoramiento. Es más, hay estudios científicos que vienen a corroborar que elegimos a nuestra pareja en función de unos mapas mentales, que se desarrollan a partir de los 6 años, y que son claves para determinar de qué tipo de personas nos enamoramos. Podríamos decir que la química del amor procede y se desarrolla en nuestra mente. No en vano el propio Albert Einstein decía que “Al principio todos los pensamientos pertenecen al amor. Después, todo el amor pertenece a los pensamientos”. Esto no quiere decir que el amor no sea química y en algunos casos hasta una enfermedad, porque descontrola nuestro organismo, pero más allá de esas conjunciones bioquímicas que nos “intoxican” durante 2 o 3 años, dejándonos prácticamente en estado de embriaguez, existe la necesidad de reconvertirlas en el apego, el compañerismo o la tolerancia. Tenemos por tanto que utilizar los mecanismos socioculturales (la convivencia, los intereses comunes, la confianza) para mantener el lazo afectivo y emocional. Por lo tanto, la extensión del amor es amplísima, no sólo física, su fuerza es inconmensurable, y posiblemente sea cierta esa frase de que “El amor es química y un poco de amistad”. Yo añadiría que amar con la cabeza es amar con sentido, porque más allá de la pasión “El placer verdadero es todo del cerebro”.
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