Me he pasado el verano conversando. En un avión, en un coche, en una terraza, en la calle…Afortunadamente es una actividad que no requiere de un espacio determinado, pero sí de tiempo libre, porque para conversar bien, con argumentos, hay que estar relajado y dispuesto a escuchar. De hecho, muchas conversaciones comenzaban en Madrid y terminaban en Rumanía, circunstancia que afianza mi teoría de que las conversaciones nos conectan más allá del lugar y las circunstancias en las que se desarrollan. No voy a engañar diciendo que todas las conversaciones en las que he participado hayan sido ni eruditas, ni productivas, pero todas me han enriquecido por sus matices y por sus interlocutores. Es más, gracias a todas esas oportunidades de charlar con amigos o desconocidos tengo más claro que la conversación proporciona felicidad, porque hace que haya entendimiento cordial, diferencias de pareceres, acercamiento de posturas o civismo al estar obligados a respetar y esperar el turno de palabra. El caso es que tras una conversación se me ocurren más cosas que si estuviera sola, me planteo más preguntas y estoy más interesada por temas que desconocía o por los que me he interesado de soslayo. Conversar supone una actividad que motiva y estimula y te hace sentirte en una red de ocurrencias que pueden ser absurdas, pero que simplemente divierten o te emocionan, o que te ayudan a tomar decisiones. La conversación cara a cara es lo que en realidad hace que tengamos la sensación de sentirnos parte de algo y que valoremos más el compartir nuestro tiempo con otras personas que pueden llegar a matizar nuestra forma de pensar, o que simplemente nos ayuden a darnos cuenta de que hay muchos pensando exactamente lo mismo.
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