Si mi tía Margarita no hubiera cogido un resfriado, tengan bien seguro que este año habría ido a la romería de los Dolores. No se la pierde nunca que puede. Va bien pertrechada con todo lo necesario, incluido el zurrón y la botella de vino, de la que da buena cuenta mi tío por el camino; ella prefiere agua, evita las resacas porque es lista. Me pide una crónica de lo visto y vivido durante las fiestas y he de decirle que, como siempre, hay ambiente distendido y alegría, escándalo, ruido y devoción. Pero durante la noche, al pasar las horas, cuando todos los gatos comienzan a ser pardos, tiene lugar una transformación que asusta a propios y extraños. Ya por el camino me sorprendió ver a las jovencitas con camisas sin tirantes, licradas ellas, bien pegadas, con las faldas remangadas y la sombrera a medio lado, sin hacer caso a la canción que avisa de lo traicionero que es el sol en esta isla. Me imagino a las antiguas campesinas haciendo las labores del campo con camisetillas a medio coser y all-star de colorines los fajines de los muchachos en amarillo chillón, los carritos de la compra reventones de alcohol y, como acompañamiento musical, reguetones y similares.
La parranda, señores, la buena, la de verdad, es sana, divertida, machista como pocas- ya me lo dice Leo García, socarrón él-, pero una se anima y mete voz en una folía y los hombres agradecen la bocanada femenina como los que más. Es generosa y juerguista, tiene sentimiento y no sólo se alimenta de notas musicales, sino de ambiente tradicional, que no muermo ni excluyente. De esas saben bien los Corujos, como Florián, que abre su casa para el que pasa y, ya recuperado de achuchones, te regala una isa sin voz potente pero desgarrada y añeja, de esas que sólo surgen cuando el que canta vivió lo que cuenta el rezo. Y Ciro Corujo, si es que logras recuperarte del timbre de ese hombre, podrá deleitarte con su saber hacer y el de su hermano pequeño, Pancho. Y es que parece que en esa familia nacieron para la parranda y fue buena nuestra suerte. Uno se arranca con el son cubano, hermanos fuimos, los demás le siguen sin dilación, porque ese es una día para dejar pasar las horas sin mirar reloj alguno, ni detenerse a pensar en recados por hacer. Una trae queso, otro el pan, y -para qué mentir- no falta el ron, ni el vino, como el de Luis Bonilla, que ganó el segundo premio el año pasado en Mozaza. Como dijeron algunos: me supo. Y allí nadie había con tirantes ni faldas remangadas, porque para eso me asomo a Los Dolores en vaqueros y no disfrazada de romera del siglo XXI recién salida de un after en Ibiza.
En la Villa, después de los conciertos, Acatife se reúne para echarse la penúltima (está prohibido decir la última), y arman unas buenas allí, aún de uniforme. Y algo debe tener el agua cuando la bendicen, que miren ustedes si no cantaron poco esos hombres, si no parrandearon suficiente, que cierran la Tahona embelesados con los cánticos y se van porque otro remedio no les queda.
Y una se imagina cómo sería esto cuando era mi tía Margarita joven y no se le había marchitado la flor, que dice ella riéndose. Por unas horas olvidas las hamburguesas y te centras en el gofio, aunque después tengas que regresar a los reguetones, más que me pese. Una vez al año no hace daño.
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