Había una vez una tierra en la que la gente tenía la costumbre de comunicarse entre sí. Todos opinaban sobre todo, y a todos les gustaba escuchar las opiniones de los demás, aunque fuera para criticarlas con ferocidad. Tanto se comunicaban que decidieron crear unas salas especiales para que la gente pudiera expresarse. Cualquier persona podía solicitar o crear su propia sala, decorarla a gusto y permitir al resto participar de lo que en ellas contaban. A esas salas las llamaron «Blogs» y «Webs».
La cosa fue razonablemente bien durante un tiempo, hasta que ocurrió algo. Resulta que en algunas de aquellas salas sus dueños a veces expresaban palabras consideradas prohibidas por cierta industria cultural, con gran influencia sobre los gobernantes de los distintos paises. A esas palabras las llamaban «enlaces». No es que fueran ofensivas, malsonantes o atentaran contra el mal gusto, ese no era en absoluto el problema. El problema de estas palabras era que permitían, a quienes las conocieran, acceder a muchas más palabras, a paquetes de palabras especiales.
¿Y por qué eran especiales estos paquetes de palabras? pues porque estos paquetes de palabras (llamados contenidos) podían ser decodificados con otros paquetes de palabras (llamados software), permitiendo a cualquiera transmitir y acceder fácilmente a productos que antes solo se podían comprar físicamente en tiendas o establecimientos especializados.
Para entenderlo mejor pongamos otro ejemplo. Imaginemos que los tomates, de pronto, pudieran «hablarse» y «escucharse», es decir, transmitirse, de forma que cualquiera pudiera acceder a un tomate y copiarlo infinitas veces para que muchos más lo consumieran gratuitamente. ¿Qué pasaría entonces con todos aquellos que hasta entonces habían vivido del cultivo, transporte, almacenaje, distribución y venta del tomate? Pues que protestarían, obviamente.
Y esto fue exactamente lo que ocurrió con los grandes perjudicados por los mencionados paquetes de palabras, apiñados en torno a algo denominado «industria cultural», que protestaron. La industria cultural forjó una alianza y sometió a gran presión a los gobiernos para que tomaran medidas, para que prohibieran las palabras, para que impusieran un canon sobre las salas, sobre quienes las usaran y sobre todo aquello que sirviera para construir o entrar en una sala cualquiera, dando igual los casos individuales de quienes jamás expresaban palabras prohibidas o de quienes jamás las escuchaban o las usaban en modo alguno.
La criminalización de las palabras derivó en su clandestinidad. Así que la industria cultural quiso ir más allá. Promovió una ley hecha a medida para cerrar con celeridad todas aquellas salas o espacios en los que se pronunciara una sola palabra prohibida. Y el gobierno aprobó esa ley.
Pero las palabras son una cosa muy difícil de prohibir, pues siempre encuentran la forma de expresarse. En este caso, la evolución lógica es que las salas que quieran albergar y proteger el uso de palabras con total libertad se privaticen, reconvirtiéndose a redes sociales en las cuales no se podrá acceder libre y públicamente, sino mediante la introducción de un nombre de usuario y una contraseña personal.
Pero a la industria cultural esto tampoco le valía. Quería cerrarlo todo, sin miramientos. Que a las palabras accedan solo quienes puedan permitirselo. Quienes paguen por ellas.
La guerra es encarnizada y desigual. En un lado estamos quienes consideramos que ninguna palabra puede ser prohibida en modo alguno. En ningún ámbito, en ninguna esfera, sea cual sea la tecnología que se use para transmitirla, sea cual sea la información que contenga. Porque prohibir las palabras es prohibir nuestra propia esencia humana, y una industria que para sobrevivir exige que sacrifiquemos nuestra propia esencia es una industria que no merece pervivir. Somos mucho más, recogemos millones de firmas e intentamos exponer nuestros argumentos, pero no se nos escucha. Porque en el bando contrario está el poder económico acostumbrado a hacer y deshacer. No obstante, prevaleceremos, porque igual que al mar no se le pueden poner puertas, a las palabras no se las puede retener con leyes.