Me llama una redactora y sin embargo amiga de la Televisión Canaria (esa que pago porque a la fuerza ahorcan, pero que no veo ni en presencia de mi abogada) y me echa la bronca del año porque osé censurar en otro canal televisivo el “periodismo” (muchas comillas) de la “compañera” (comillazas) Mercedes Milá (te la regalo), cuyo programa dedicado a la residencia de ancianos de Tías (y tíos) me niego a ver por las mismas razones que las televisiones públicas: cuestión de principios; si no te gustan, no tengo más (al contrario de lo que decía el gran Groucho Marx).
La redactora me avisa que el programa de la tal Milá, aunque sean discutibles sus métodos, ha tenido cosas positivas. Y ahí coincido con ella. ¿La basura puede ser útil? Sí. Entonces la telebasura también. No hay mal que por bien no venga, que dice la sobada máxima. Y a la inversa, probablemente.
Cuentan que la ha vuelto a montar buena la reina del basurero catódico o catatónico (vulgo, televisión), la catalana de cuyo nombre no quiero ni acordarme, aunque ya lo he citado dos veces. Para curarse en salud, porque algún remordimiento de conciencia debe dar seguir presentando ese otro programa rey de la inmundicia, hace como que hace periodismo de calidad. ¡Ella, la más amarilla entre las amarillas, la más sensacionalista entre las chillonas, ese grito con patas!
Confieso que no hablo con conocimiento de causa (ni lo quiero) porque ya digo que me niego a ver el programa o los recortes del mismo que han inundado estos últimos días las llamadas redes sociales, pero me vale el eco que le dan los que ni siquiera tienen voz propia y se conforman con repetir o imitar los gritos de la hiena carroñera, que se mueve feliz entre inmundicias, convencida encima de su gran labor social. Agárreme usted esa mosca por el rabo…
Verdad es también, puestos a contarlo todo, que ni hartos de vino peleón hay que creer lo que dicen con la boca chica el grueso de los críticos de televisión, o el resto de los columnistas en general, que censuran la denominada telebasura y resulta que conocen, al dedillo y uno por uno, a todos los actores, actrices o felatrices que se mueven en ese lodazal. Llamativa paradoja. Ni en broma hay que creer de esa misa ni la mitad. Los censuradores mienten como bellacos. O se autoengañan, en el mejor de los casos, para no reconocer su propio mal gusto. Pero no tienen otro gusto mejor. Desengañémonos: aunque posean muchos de esos fariseos los denominados canales temáticos (algunos excelentes, doy fe como antiguo abonado), no salen ni quitan la vista a los infraprogramas de las televisiones convencionales o generalistas.
Con respecto a estos críticos que van de hipócritas al cubo (de la basura tele-lela), la primera pregunta que hay que plantearles al momento a todos ellos parece elemental: si no les gusta el estiércol, qué explicación cabal tiene que se pasen el día y la noche en el corral, revolviéndolo una y otra vez.
Todos los citados censores, más falsos que el beso de Judas, como es triste fama, son en el fondo y en la superficie meros telespectamierdas con mala conciencia. Nada que ver con aquella originaria alta autoridad o magistrado de Roma que formaba el censo y velaba por las buenas costumbres. Hoy, estos otros fariseos critican con una mano la telebasura y, con el mando en la otra mano, se conectan a diario con el lodazal televisivo, porque sólo allí se divierten y se reconocen… aunque luego no sean capaces de mirarse al espejo sin sentir repugnancia por su mal gusto.
El que se recrea mirando lo que dice que no le gusta tiene algún problema de masoquismo o de imbecilidad mayúscula. Si la ves, te la mereces…