Fernando Marcet Manrique
Imagen extraída de datosdelanzarote.com
Bueno, no es que no vengan, sino que vienen menos. Pero ya que está de moda eso de inflar titulares, ¿para qué vamos a quedarnos cortos?
A mí, qué quieren que les diga, más de cien mil personas visitando una isla que cuenta casi con el mismo número de habitantes en un sólo mes me sigue pareciendo una burrada.
Oigan, que hablamos de un pedazo de tierra de apenas 845 kilómetros cuadrados. Y nosotros, si no hubiera sido por la crisis, no habríamos sabido parar. Así de claro.
Aquello de «ni una cama más» ya daba hasta vergüenza pronunciarlo. La moratoria, que de todas formas no sirvió para mucho, estaba a punto de acabar, volviendo a dejar abierta la posibilidad de que se construyeran más hoteles y apartamentos a tutiplén. El crecimiento poblacional, imparable, era proporcional al aumento de la demanda laboral para cubrir todos esos nuevos puestos de trabajo, hosteleros en su mayor parte. La masificación hubiera sido inevitable. Más turismo, más hoteles, más población, más viviendas, más infraestructuras, más turismo…, el círculo vicioso que iba camino de destruir la isla y a quienes de ella vivimos.
Pero mira por donde, la única moratoria eficaz al final ha sido la crisis. A ver quién es el guapo que construye un apartamento o un hotelito ahora. Se acabó el problema, al menos mientras dure esta situación.
Fíjense cómo estaba el patio hace tan sólo un año o dos. Se estaba hablando seriamente de hacer un segundo aeropuerto en el sur. Playa Blanca iba camino de convertirse en un centro urbano colosal. El conjunto Costa Teguise-Arrecife-El Cable-Playa Honda-Puerto del Carmen amenazaba con fundirse en una sóla mole de hierro y cemento habitada por decenas de miles de personas.
Más que demostrada quedó nuestra absoluta incapacidad a la hora de contener la avaricia. Venían extranjeros, había negocio, se construyó. Las leyes territoriales, tímidas y mal hechas, se saltaron a la torera por alcaldes corruptos convenientemente incentivados. La lucha contra el desarrollismo era una lucha perdida, una lucha condenada al más estrepitoso fracaso, hasta que llegó la crisis.
Por supuesto, los daños colaterales han sido tremendos. Cientos de familias que vinieron buscando un sueldo se han encontrado de pronto que nuestra principal industria ya no da para mantener tantas bocas.
Los visitantes que vienen son los mismos que venían hace diez años. Pero antes esos visitantes suponían un cien por cien de ocupación hotelera y eran más que suficientes para sostener a una población local mucho menos numerosa.
Descontrol. Esa es la palabra. Eso es lo que pasó. Hubo un descontrol brutal. Y el descontrol no existió en los aeropuertos o en la permisividad de las leyes migratorias, sino en los corruptos que bajo el paraguas de «lo nuestro» permitieron que sus amigos empresarios construyeran más y más. Aquel fue el único y verdadero efecto llamada.
Por eso ahora las estamos pasando canutas, tanto los que estábamos aquí como los que vinieron hace poco, que no tienen ninguna culpa de nada.
Como sea, estamos antes una oportunidad. La oportunidad de hacer a la fuerza lo que no supimos hacer voluntariamente. Lanzarote va a seguir viviendo del turismo, esa es y será nuestra principal industria durante mucho tiempo. Pero ahora podemos establecer los límites y sentar unas bases legales de contención que nadie va a criticar, más que nada porque ahora mismo nadie quiere o puede construir.
Muchos se tendrán que ir y el equilibrio llegará por sí solo. Los niveles de paro se estabilizarán y comprenderemos que esos cien mil turistas mensuales son nuestro techo. Cien mil turistas para cien mil habitantes, por ahí deberíamos marcar nuestra temperatura ideal. Renegar de esa idea de que «cuantos más turistas vengan mejor» y empezar a racionalizar un poco nuestra principal actividad económica, porque de esa racionalización depende nuestro bienestar presente y futuro, así como la calidad del territorio que habitamos.
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