De camino al aeropuerto después de 10 días de tour por Rumania la pregunta surge como si fuera una manera de recapitular vivencias e impresiones: ¿Volverías? Es una pregunta difícil, porque aunque tengas la sensación de que has visto más que suficiente, siempre hay un misterio en torno a un país que está en plena eclosión y desarrollo. Si regresaría sería para comprobar cómo ha evolucionado. El precio de las cosas (1 euro son 4 ron) ayuda a adaptarse con facilidad, porque pese a que el euro está en crisis en este país el peso de la divisa europea es apabullante. Los contrastes entre el capitalismo del presente y el comunismo del pasado son otro atractivo. Y es que en Rumania hay regiones en las que parece haberse parado el tiempo en el medievo y otras en las que la presencia de las multinacionales y el capital extranjero han puesto al país a la altura de occidente. Cuando viajas a un lugar que está en metamorfosis piensas en sus posibilidades y atractivos. Reconozco que Rumanía los tiene, por ejemplo, en sus estaciones de esquí, en su riqueza natural con posibilidades de impulsar el turismo rural o en sus restauradas ciudades del siglo 14. Sin embargo, aún no tiene cultura de atención al cliente, en un restaurante puedes estar 3 horas entre que te atienden, comes y te cobran, hay una pobre industria del souvenir como si no tuvieran cultura exportable más allá de las luces y sombras de Drácula y los rumanos tienen un talante poco colaborador en el impulso de cambiar el injusto concepto que se suele tener de ellos. Son tan secos y parcos en palabras que parece que tienen que pagar por ellas. Tampoco ayuda que sean tan descuidados, especialmente, cuando utilizan sin pudor los márgenes de las carreteras como retretes, hacen fogatas en una frondosa zona arbolada y abandonan la basura de un picnic en plena naturaleza. La sensación de inseguridad está más en las televisiones, que dedican amplios programas a la sección de sucesos, que en las calles, donde la mencidad es alta pero no peligrosa.
Sin embargo, los contrastes de la capital, Bucarest, donde conviven los edificios deteriorados, sucios y malolientes con el lujo, la modernidad y el cosmopolitismo europeo son tan atractivos como perturbadores. Es común pararse a ojear, aunque sólo sea por curiosidad, los centenares de libros y monedas antiguas, los objetos de segunda mano o en desuso que se venden en la calle por menos de un euro. También choca encontrar comercios tan primarios como nostálgicos dedicados por ejemplo al recambio de patillas, monturas y cristales de gafas o un cine que proyecta una película en 3D anunciada con el estilo tipográfico de los cines de los años 50. Mientras en otras capitales europeas las grúas casi han desaparecido del cielo, en Bucarest emergen como muestra de que hay inversiones. Amplia y ancha en sus avenidas y glorietas, Bucarest parece buscar una nueva oportunidad de abrirse al mundo, mientras su población deambula en grandes y caros coches o en sus maltrechos Dacias. La todavía evidente decadencia del que fue llamado el París del Este es un elemento conmovedor que te obliga a no hacer comparaciones con países cercanos para no ser injusto, porque Rumania, tras años de guerras, sangre e invasiones otomanas, sajonas o húngaras se merece comenzar a tener su propia esencia.